«We don’t need no thought control.»
Cuarenta años después de que Pink Floyd cantara esa frase, todavía hay aulas donde se enseña más obediencia que pensamiento, más culpa que conciencia. Y muchas veces, ese control mental lleva un disfraz piadoso, el de la educación religiosa.
En el Perú, y en muchos países latinoamericanos, miles de niños crecen escuchando que existe una única verdad, una única moral, un solo camino de salvación. Se les enseña religión como dogma, no como posibilidad y se les forma más para temer que para comprender.
La pregunta es simple pero poderosa: ¿Enseñar religión a los niños es educar… o adoctrinar?
Cuando se impide cuestionar, cuando se castiga la duda, cuando se inculca culpa por pensar distinto, por amar diferente o por no creer. Entonces ya no estamos educando, estamos domesticando.
Y eso, se haga en nombre de la fe o de la familia, es una forma de violencia sutil, pero profunda; porque no se ven los moretones, pero quedan las marcas.
No se trata de abolir la religión, se trata de liberarla, de enseñarla con respeto por otras creencias, con espacio para la filosofía, el arte, la ciencia y la espiritualidad diversa; de presentar opciones, no imposiciones.
Los niños no son propiedad de sus padres, ni de su iglesia, ni del Estado; son personas en formación. Y tienen derecho a pensar, a explorar, a elegir; tienen derecho a una educación que los libere, no que los encierre entre rezos y temores.
Pink Floyd tenía razón, cada vez que formamos sin libertad, construimos otro ladrillo en el muro.
Y si no cambiamos ese sistema, algún día nos daremos cuenta de que el muro no era suyo, era nuestro.
