No pinto para enfrentarme al mundo. Para eso tengo otras herramientas, la palabra, la voz que interpela cuando es necesario, en el juzgado, en una denuncia, en un informe; ahí sí arde mi rebeldía. Cuando pinto, no quiero luchar, no siento que me hace falta. Cuando pinto, no estoy en guerra con nada, no necesito ser valiente, ni incómodo, ni profundo.

No digo que nunca usaría el pincel para cuestionar la realidad. Tampoco niego que una simple línea amarilla de mi pincel podría, si así lo decido, cargar con todo el peso de una idea. Pero si sucede, será desde la libertad, no desde el deber; desde el deseo, no desde la obligación.

Yo no sé si soy artista, ese título me resulta confuso, cargado; a veces, incluso, arrogante. Lo usan los que han dominado la técnica y se proclaman “maestros”; y también lo reclaman quienes no dominan ninguna, pero han aprendido a nombrar conceptos como si fueran credenciales. Ambos bandos parecen en guerra entre sí, yo no sé quién tiene la razón; la verdad, no sé quiénes son los verdaderos artistas.

Solo sé que soy un pintor, porque uso un pincel, porque me levanto y practico. Y mi oficio de pintor es humilde, no busca desmantelar gobiernos, ni corregir sistemas, ni sacudir conciencias; no me interesa incomodar. Y no es porque me falte causa, ni rabia, ni razones; al contrario, tengo todas esas cosas; pero he decidido que en el arte quiero otra cosa.

He elegido, quizás por ahora, el silencio, la contemplación y la belleza como valor legítimo. El color sin bandera, la ternura sin ironía, la calma como forma de resistencia. Si eso me hace menos artista, no importa, soy pintor y con eso me basta.

Pinto porque en el trazo limpio, en el gesto suelto, hay un tipo de verdad que no necesita defensa. Busco practicar una técnica con disciplina, no por vanidad; creo que por respeto por el oficio, por el tiempo y el silencio que se necesita para llegar ahí. Pinto porque siento libertad en no tener que justificar cada línea con una teoría escrita, porque no todo necesita un manifiesto; porque también hay revolución en la ternura y coraje en sostener la belleza sin miedo a que te llamen escapista. Porque aprender toma tiempo, duele, frustra; requiere silencio, humildad, repetición y no todos están dispuestos a enfrentarse a eso, lo comprendo.

Yo elijo pintar. Elijo el riesgo de no explicar, de no complacer, de no encajar. Porque a veces una línea basta; y, basta con que yo lo sepa. Mi pincel no denuncia, no arenga, no acusa, mi pincel recuerda que existe el azul, que la luz puede ser suficiente. Que mirar con ternura también transforma, aunque no lo anuncie. Y en un mundo que todo lo exige, que todo lo vuelve deber, esa voluntad íntima es, quizás, mi forma más genuina de rebeldía.

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