Lo vi.
Lo vi con mis propios ojos.
Vi cómo caía un cuerpo.
Y otro.
Y otro más.

No pensé que llegaría el día en que escribiría esto. No como lo estoy haciendo ahora, con las manos aún temblando, con el cuerpo sucio de polvo, ceniza y ese gas que se mete en la garganta y no te suelta. No estoy escribiendo desde un lugar de calma. Estoy escribiendo mientras aún suenan los helicópteros sobre mi casa, mientras en la radio alguien repite la palabra “excesos”, como si matar fuera un desliz menor, como si las balas pudieran corregirse con comunicados.

No es una película. Es aquí. Es ahora. Es mi país, otra vez, asesinando a su gente por alzar la voz, por gritar justicia, por decir que no aceptamos más este cinismo podrido que llaman gobierno.

Ayer presencié un asesinato. Así, como lo digo. Lo vi. Estuve allí. No me lo contaron, no lo vi en redes, no fue un montaje. Vi cómo un joven caía al suelo con una bala en el pecho. Tenía diecinueve años. Tenía la bandera del Perú anudada al cuello. Cayó de cara, como si el cuerpo hubiera decidido rendirse de golpe. Nadie corrió a levantarlo. Todos sabíamos que no se levantaba más. Su madre gritó, y ese grito me sigue taladrando el oído como un eco sucio.

Uno no vuelve igual después de ver eso. Después de ver cómo una madre llora sobre el cuerpo de su hijo que no cargaba armas, ni piedras; solo una bandera. Y mientras tanto, el gobierno sigue hablando de “excesos”, de “reacciones necesarias”, de “¿rebeldes manipulados?” ¡maldita sea!, los mismos que otorgan discursos baratos para ganar votos. Y ahora, nadie asume nada, nadie pide perdón, nadie se hace cargo de nada.

Nos llamaron terroristas por protestar, por cantar, por marchar. A mí, a mis vecinos, a esa señora que vende panes en la esquina, a mis estudiantes, a mis hijos. ¿Decir lo que piensas es jugarte la vida?. Creí que ya habíamos aprendido. Creí que no volvería. Pero aquí estamos. 2023. Perú. Y los muertos siguen sumándose.

He perdido la cuenta de las veces que he oído: “¡No generalicen!” desde escritorios cómodos en Lima, mientras los ataúdes viajan desde Juliaca, Ayacucho, Andahuaylas. ¿Cómo no vamos a generalizar si el Estado dispara primero y nunca pregunta?.

Lo que vimos no fue solo represión. Fue masacre. Fue desprecio. Fue un mensaje claro desde el poder: “Sus vidas no valen nada si se atreven a protestar”. Hablan de “orden”, pero el orden impuesto con metralla no es paz. El orden sin justicia es dictadura encubierta.

Yo no soy activista profesional. No soy dirigente de nada. Y no me interesa ubicarme en los discursos contra la izquierda o contra la derecha. En política, no me ubico ni como rojo, ni verde, ni comunista, ni capitalista; no me considero parte de ese circo de etiquetas que reducen todo a un color o a una consigna. Esos discursos son para los que necesitan enemigos imaginarios porque no tienen el valor de mirar la realidad.

Yo no juego ese juego. Soy un simple ciudadano. Obrero de mi trabajo honesto. Vivo en uno de esos pueblos que desde Lima llaman «provincias». No escribo esto por ideología, escribo porque tengo rabia; porque tengo miedo, porque tengo dignidad. Y porque todavía creo que la memoria, cuando es del pueblo, es más fuerte que cualquier mentira del poder.

Nos quieren callar, pero no vamos a callar. Nos quieren dividir, pero cada muerto nos une más… Míralos. ¿Los ves? Están pintados en los muros, en las pancartas, en la memoria. Son muchos. Somos muchos. Difusos, sí, como si el fuego y el humo nos hubieran borrado los rostros. Pero seguimos allí. Somos los que no se rinden. Los que no creen que “todo está bien”. Los que aman este país con una furia que no mata, sino que resiste.

Aprendimos en este país que las decisiones se firman con sangre ajena. Que los pobres solo valen cuando hay elecciones. Pero también aprendimos que la calle enseña, que el pueblo se organiza, que la juventud no es ignorancia, que la historia no se repite si se recuerda.

Hoy estoy aquí. No sé si mañana también. Porque uno ya no sabe si volverá. Pero mientras pueda escribir, mientras pueda alzar la voz, lo haré. Y si mañana me acusan, si me señalan, si me callan, que al menos quede este testimonio: no todos aceptamos este silencio. No todos bajamos la cabeza.

Y vamos a resistir.
Porque no somos sombras.
Somos pueblo.
Y el pueblo no se rinde.

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