Cuando Adolf Hitler descalificó la obra de Wassily Kandinsky en 1937, describiéndola como “la chapucera obra de un niño sin talento”, no hacía más que evidenciar la incapacidad del régimen nazi para comprender la revolución simbólica que se gestaba en el seno del arte moderno. El juicio del Führer no fue aislado ni anecdótico: se inscribía en una campaña ideológica que calificó como “degenerado” todo intento artístico que escapara de la mímesis academicista y el nacionalismo visual. Sin embargo, lo que para el régimen era un “error”, fue en realidad el inicio de una nueva concepción del arte, una que trascendía la representación para proponer una poética de la interioridad. Kandinsky, más que un pintor, fue el arquitecto de un nuevo lenguaje visual.
Nacido en Moscú en 1866, formado inicialmente en derecho y economía, Kandinsky encarnó la figura del artista moderno en su sentido más pleno: cosmopolita, teórico, comprometido con la idea del arte como herramienta de transformación espiritual. Su tránsito por Alemania y Francia, así como su participación decisiva en movimientos como Der Blaue Reiter y su paso por la Bauhaus, lo sitúan en el corazón de las vanguardias europeas. Pero su singularidad no radica solo en su obra plástica, sino también —y sobre todo— en su pensamiento estético.
La ruptura que representa Kandinsky con la tradición occidental se expresa no solamente en sus formas geométricas o en su renuncia a la figuración, sino en su reivindicación de una dimensión espiritual del arte. En su célebre tratado De lo espiritual en el arte (1911), Kandinsky expone con claridad la que será la columna vertebral de su obra: la idea de que el arte no debe reflejar el mundo exterior, sino expresar el mundo interior del artista. Este planteamiento, profundamente influido por el teosofismo, el simbolismo y la sinestesia, se contrapone a las corrientes racionalistas del cubismo analítico o del constructivismo soviético, con los que suele ser comparado superficialmente.
Las formas geométricas que pueblan sus lienzos —círculos, líneas oblicuas, triángulos, ondas— no son simples recursos compositivos, sino elementos cargados de significación. Kandinsky otorga a cada forma y cada color un valor simbólico y emocional preciso. El azul es profundidad y espiritualidad; el amarillo, excitación e inquietud; el rojo, energía vital. Esta codificación no es gratuita ni arbitraria: responde a una teoría elaborada que convierte al color en instrumento de resonancia interior. En este sentido, su obra puede ser leída como una partitura visual, donde cada forma es una nota y cada composición, una sinfonía del alma.
La sistematización de su lenguaje se hace más evidente en las tres grandes categorías que propone para clasificar su producción: Impresiones, Improvisaciones y Composiciones. Las primeras, todavía ancladas al referente natural, son testimonios de una observación sensible del mundo. Las segundas, surgidas del impulso emocional, se asemejan a descargas de energía psíquica. Las Composiciones, por su parte, constituyen el punto más alto de su producción, obras planificadas meticulosamente que sintetizan su visión mística del universo y de la historia del arte.
Kandinsky no fue indiferente al convulso contexto europeo de su tiempo. Las guerras mundiales, la Revolución Rusa, el ascenso del fascismo: todos estos eventos impactaron profundamente su sensibilidad. Sin embargo, su respuesta no fue política en el sentido tradicional, sino simbólica. En lugar de representar la violencia, la transfiguró. Algunas de sus Improvisaciones y Composiciones evocan, desde la abstracción, el caos, la destrucción, el apocalipsis. Pero lo hacen sin recurrir a la imagen explícita; lo hacen desde una espiritualidad abstracta que trasciende lo inmediato. Así, su obra se convierte en un testimonio de resistencia: no desde la denuncia, sino desde la afirmación de una interioridad inviolable.
La especificidad de Kandinsky dentro del arte moderno radica, entonces, en su propuesta de una abstracción con alma. Frente a las tendencias formalistas que dominaron buena parte del siglo XX, él reivindicó el arte como medio de conexión entre el ser humano y una dimensión superior, no necesariamente religiosa, pero sí trascendente. En su visión, el artista es un médium, un traductor de las vibraciones espirituales del universo. Esta concepción, profundamente idealista, puede parecer anacrónica frente a las lecturas críticas y desconstructivas del arte contemporáneo. Sin embargo, su legado perdura precisamente porque supo construir un lenguaje autónomo, coherente y radicalmente honesto.
En la actualidad, la obra de Kandinsky ha sido recuperada y legitimada por la historia del arte, y sus teorías se estudian junto a las de Paul Klee, Mondrian o Malevich. Pero su verdadera herencia no reside solo en su influencia formal, sino en su apuesta por un arte que no teme a la belleza ni a la emoción, que no se avergüenza de buscar lo invisible. Frente a un mundo cada vez más saturado de imágenes y mensajes, la propuesta de Kandinsky sigue siendo pertinente: hacer del arte un espacio de resonancia interior, una música para los ojos, una espiritualidad sin dogmas. Tal vez por eso sus cuadros, que una vez fueron tildados de “garabatos”, hoy son faros de libertad estética.
Porque Kandinsky no pintó lo que vio. Pintó lo que sintió. Y en esa diferencia, aparentemente mínima, reside una de las revoluciones más profundas del arte moderno.