Mientras pintaba el rostro de un niño, resquebrajado por el frio y las lágrimas, pensé en la justicia. No en los códigos ni en las sentencias, sino en esa idea más honda y más humana. El pincel se deslizaba sobre el papel y el agua arrastraba el pigmento como si fuera el discurrir de una historia que no alcanzó a contarse en un juicio. Ahí, frente a ese rostro anónimo, entendí que pintar es, en cierto modo, un acto de justicia; es darle visibilidad a lo invisible, voz al que no habla, color a lo que ha sido olvidado.

Dejé de pintar y escribí:
Desde el arte, la justicia no se parece a una balanza, ni a una sala solemne con techos altos.
No lleva toga ni empuña una espada.
Desde el arte, la justicia es una mancha de color que encuentra su forma después del caos.
No se trata de castigar o de absolver.
Se trata de comprender.
De ver a cada ser humano como una composición: luces, sombras, capas que se cruzan y se funden.
La justicia, cuando la miro con ojos de pintor, no es exacta, pero es profunda.
Es el intento de darle espacio a todo lo que existe.
El gesto de equilibrar el dolor con la belleza.
La decisión de detenerse ante una escena y decir, esto importa.
Pintar es un acto de justicia.
Porque al pintar le doy dignidad a lo que el mundo olvida.
Una calle gastada.
Un rostro cansado.
Una flor que crece en una pared rajada.
En cada cuadro, reparto atención, luz, cuidado.
Como un juez que escucha sin interrumpir.
Como un testigo que no busca culpables, sino verdades.
A veces la justicia se presenta como una paleta desordenada que, al mezclarse, encuentra armonía.
Y entonces entiendo, la justicia no es castigo, es restauración.
Es darle a cada parte su lugar.