
Nací en un país que aún no ha sido dibujado del todo.
Ahí, entre pinceles de segunda mano, fotocopiadoras rebeldes y códigos jurídicos mal impresos, decidí existir. Mi identidad se desdibuja entre nombres prestados y firmo como “pintor”, aunque me llamen “profesor”, “abogado” o “diseñador” según el día y el uniforme. Estudié en la Escuela Nacional de Arte Carlos Baca Flor, un monasterio del color donde uno entra sabiendo poco y sale sabiendo menos, pero con el alma pintada. Ahí aprendí que el óleo mancha mas que el pasado y que la técnica es como una fe que se cultiva, no se predica.
Me convertí, por razones que no sé explicar, en abogado, con registro y todo, como si eso probara que entiendo algo del mundo. En realidad, solo fue otra forma de aprender a dibujar líneas rectas en papeles torcidos. Descubrí que las leyes son como acuarelas, se corren fácil si no las cuidas bien.
En medio de la lucha por sobrevivir, buscando cómo pagar cuentas y mantener la luz encendida para seguir creando, me encontré en el mundo del diseño gráfico. Creaba universos en pantallas brillantes, mientras mi propia existencia a menudo parecía desenchufarse. Daba vida a logotipos que parecían tener más esencia que muchos humanos y diseñaba páginas web que respiraban mejor que yo después de un café frío.
La ironía me abrazó del todo cuando terminé dando clases de Comunicación, Arte y Cultura y Computación en la Corporación Educativa Pablo Freire. Sí, ese mismo Freire que creía en la pedagogía de la esperanza. Yo, más modesto, me conformo con que mis alumnos no bostecen cuando hablo de Kandinsky. En el mundo digital me muevo como pez fuera del agua, pero con estilo. Enseño, diseño, defiendo, pinto. No en ese orden, en desorden quizás, porque no supe renunciar a nada.
No estoy seguro de si puedo considerarme un artista. A veces soy simplemente un hombre con una brocha, otras un tipo serio con corbata o con una estrellita en el terno. Pero si algo me define es que sigo creyendo que la belleza, como la verdad, no necesita explicar nada; y que, un trazo puede tener más dignidad que mil discursos.